(Disertaciones en torno a la Partitura peruana de Enrique Verástegui)
J.M. LECUMBERRI
Es evidente que sobre el plano de consistencia no hay ni pasado ni porvenir, hay devenir. Es muy diferente. Buscamos resonancias de palabras. Sobre el plano de composición no hay ni pasado ni porvenir porque, finalmente, no hay historia, hay sólo geografía.
Gilles Deleuze
Lo primero que tengo que decir respecto de Partitura peruana, este libro-objeto-pergamino es el contexto en que Enrique Verástegui desarrolla una arqueología heráldica del Perú. En este sentido el autor indica lo siguiente: “Los versos más bellos de mi producción peruana y su mente matemática…”, y más adelante, concreta la imagen diseccionándola: “El prado es el mar infinito de la vida/ Almíbar gramatical tanto como la ambrosía matemática”.
Así, los primeros indicios que nos da el autor para establecer un linaje como escena del crimen, el del conquistador, claro son: la palabra, las matemáticas, el territorio-prado y la ambrosía (alimento de los dioses griegos).
Me resulta imperativo hacer aquí un paréntesis a manera de analogía y hacer rizoma de estos conceptos trayéndolos al contexto prehispánico de la cultura nahua. Donde la tierra de tan árida reclamaba sangre y el cielo de tan gris se saciaba apenas con el resplandor del oro, extraído por esclavos de las minas del norte del imperio. De igual manera, Verástegui acota, respecto de ese antiguo Imperio peruano, los dominios del dios solar Viracocha: “Si tu sangre dorada reemplaza al color rojo de la sangre…” para acotar, más adelante, el inconsciente telúrico de una cultura del subsuelo: “En el fondo de las minas peruanas habita el dios de la muerte: el Chinchilico, a quien se aplaca haciendo beber cañazo…”
Los dioses tienen una insaciable sed y reclaman ser saciados. El hombre ofrece su licor y se abre las venas en la cima de una pirámide, como dice el poeta peruano: “…el poder exige muerte…”
Todos estos caprichos de lo divino y lo infernal del mundo matérico, de la aridez interior y la pletórica riqueza, insustentable y putrefacta de un exterior selvático, se ven dispuestos a manera de líneas que segmentan, rompen y se fugan, tanto en la carne como en el verbo.
Sólo la música es lo suficientemente abstracta para trazar ese mapa de la desolación abisal que entraña un cuerpo, así Verástegui, lúcida, nostálgicamente decreta: “La música del cielo consiste en dar reverencia al cuerpo” El himno homérico, constituye una canción etérea que narra, entre otras cosas, el discurrir de esas líneas que conforman un plano.
Hasta aquí el paréntesis. Ahora, habremos de emprender una cartografía del movimiento y el reposo de los linajes que han dado forma al plano de contenido que hoy conocemos por el nombre de Perú.
Verástegui abreva de distintas fuentes misterosóficas y se allega recursos de manera ecléctica, con el fin de matizar el sentimiento de fuga que ciertos códigos de lo histórico develan en la ausencia de palabras y la exacerbación de los mitos y los nombres. El nombre como consolidación, o nodo de líneas que se superponen, se contaminan, se enredan y se anudan entre sí. Encontramos por ejemplo, versos que hacen referencia a culturas completamente disimiles, hasta que el poeta concluye terminantemente: “El Perú es todo el mundo más allá del cual no hay más mundo que la repetición: no flores y en manos sedientas: Perú es escuadra, cincel, hoz y martillo, antorcha griega, renacimiento de las rosas, y toda su estructura económica. El Perú es todo el mundo y Alomía Robles es el Perú eterno.”
Por otro lado, Edmond Jabes escribe: “Nuestras vías son diversas, innombrables. Y, no obstante, sólo son dos: la que conduce hacia el Todo que es la Nada, y la que lleva a la Nada, que es el Todo. Una es el polvo; la otra, humo.”
Aquí, lo trazado, a manera de linajes que se erigen y destruyen entre sí, que se segmentan y unifican, en razón de aleatoriedades y singularidades, conforman series de acontecimientos puros, lo que responde muy bien al antiguo Imperio Inca que, vivido desde adentro, es una especie de artesanía, en absoluto un sistema piramidal, más bien un sistema segmentario. De líneas que conforman cartografías-linajes de hechos y obras, de enunciados y significaciones.
Verástegui está preso ahí adentro: las máquinas modernas, los accidentes de trabajo, la mina, la construcción. La masa política, la masa imperial, la masa mercantil, la masa burocrática, son su problema. Cito: “Los lectores del periódico se mecen como trigales bajo el viento leyendo noticias sobre el clima, bolsa de valores, periódicos, campañas políticas, sin dejar de adorar a Dios/más inefables que los periódicos. Sin embargo, el campo de trigo que se mueve bajo el viento produce alimentos para el estómago.”
He aquí que los personajes del poeta tienen toda una cierta posición en la estructura de masa. Al mismo tiempo tiene grandes dientes carnívoros, cosa que atrae. Es la prueba del desierto, de su contemplación y su padecer, su crueldad que es su más extraordinario don.
Foucault ha dicho en su Arqueología del saber que los enunciados conciernen a muchos dominios o planos a un mismo tiempo. La forma o la lógica de los enunciados individuales ha sido fijada fundamentalmente por el cogito, que comprende la producción de enunciados a partir de un sujeto. En este caso la enunciación es emitida por un sujeto que se escinde del plano, lo segmenta y, en última instancia, lo recrea poéticamente.
Son agenciamientos maquínicos que, si bien refieren a factores sociales, llegan a agentes colectivos de pensamiento, aquí otra vez induce Jabes al decir que “la poesía y el pensamiento son dos siameses separados por la cabeza”. En Verásteguí estas enunciaciones lineales se agencian de varias formas, en territorios conscientes e inconscientes, de clan, de tribu, pero también de introspección de delirio y deseo. Cito: “Una tournée mística y abrevo gnoseología, produzco libro a libro. Escribo determinado por el Cóndor pasa, y mi biblioteca mental es infinita.” Entra aquí la teoría deleuziana sobre las máquinas productoras de deseo que constituyen el inconsciente.
Esas máquinas deseantes producen agenciamientos entre matemáticas, poesía, nombres, territorios y música. En última instancia, valdría la pena hacer un juego de estilo o un ejercicio teórico, el componer y efectuar, a partir de esta Partitura peruana, una música que estuviese teóricamente del lado del tiempo no pulsado, pero que de hecho, no portara en ella ninguna línea de fuga y ningún devenir posible, que fuera de esencia completamente cartográfica, música en ruinas.
El texto también lo puedes leer aquí.
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